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viernes, 21 de octubre de 2011

LA LEYENDA DEL SEÑOR DE BEDMAR

Esta leyenda ocurrió a mediados del siglo XV producto de la codicia de un poderoso señor que ansiaba apoderarse de los castillos de Albanchez, Solera y Bedmar, que se encontraban en manos cristianas.
...

No tuvo ningún reparo en pactar con los más desalmados mercenarios, ofreciéndoles oro e impunidad a cambio de estas valiosas plazas y de la cabeza del doncel, Don Luis de la Cueva, señor de Bedmar.

De esta manera, negoció con los más hábiles y experimentados, asiduos
participantes en razzias, a los que precedía su fama de bravos y temerarios.
Eran siete, los cuatro hermanos Calanchas, los gemelos Córdoba y un tal
Róquez. Fue en el paraje de las Majadillas donde terminaron de perpetrar el plan a seguir, guareciéndose del fuerte temporal bajo las enormes encinas que allí crecían vigorosamente. Desde aquí se divisan los fértiles valles de los ríos Albanchez y Bedmar, así como los serpenteantes caminos que deberían seguir.

Así fue como estos pérfidos individuos partieron hacia los castillos en cuestión.
Y no habían hecho más que emprender la marcha cuando llegaron al sitio
que llaman del Sollozar, a menos de media legua del castillo de Albanchez, y fue
aquí donde se deshizo el grupo. El menor de los Córdoba tomó el camino del
castillo de Solera, de cuyo alcalde era falso amigo. Uno de los Calanchas se dirigió al castillo de Albanchez y los cinco que quedaron siguieron el camino hacia Bedmar, donde habitaba el joven Don Luis de la Cueva, heredero de un ilustre linaje y al que la fortuna reservaba una funesta jornada.

Don Luis estaba feliz por sus recién estrenados quince años y por los regalos
obtenidos gracias a este hecho, sobre todo por el que le hizo su pariente el
Duque de Alburquerque: una magnífica espada de acero de Cuéllar.

Fingiendo que regresaban de una entrada en tierra de moros, descabalgaron
los cinco traidores en el patio del castillo de Bedmar, mientras que desde la escalera del Alcazarejo los saludaba el confiado Don Luis.

El embaucador Róquez informó al doncel de lo nefasta que había sido su
incursión en territorio árabe, argumentando que los sorprendieron los escuchas
que pronto dieron la voz de alarma, poniendo a todo el mundo en guardia, y no
tuvieron más remedio que volver a toda prisa con las manos vacías y con una
mula menos.

Le comentó que el motivo de su visita era presentar sus respetos y pedir
licencia para volver a la ciudad de Úbeda con una carga de sal, para que al venderla se mitigara su pobreza.

Tal como los traidores habían previsto, Don Luis mandó a uno de sus criados
a que dijese al salinero que tuviese preparada una carga de sal, privilegiado
monopolio del señor.

Seguidamente pidió también casi con humildad que diese licencia al talabartero
de Villavieja para que les vendiera una docena de cuerdas para los palos
de sus ballestas, alegando que las que tenían estaban en mal estado por culpa de la humedad.

Don Luis mandó a otro criado por las cuerdas. Ya solo quedaba en el castillo
un hombre capaz de manejar armas, que era el portero. Las demás personas eran jovenzuelos y mujeres.

Dejando a Róquez que entretuviese con su conversación a Don Luis,
disimuladamente salieron los demás y se fueron a la entrada donde hirieron gravemente al portero en el vientre cuando intentaba impedir que cerrasen la puerta de la fortaleza. Un pajecillo aguador que vio lo ocurrido corrió a dar aviso a Don Luis, pero ya llegaban los compinches de Róquez llevando a rastras al portero que, agonizante, no paraba de quejarse.

Pensaban que Don Luis, como muchacho, se desanimaría viéndose solo y
con la puerta del castillo tomada, sin posibilidad de recibir auxilio.

Pero sucedió de otra manera, porque Don Luis, a la vista del espantoso
crimen de su criado, sintió el despertar de la fiereza heredada de sus ancestros,
hasta ese momento aletargada, y atacó con furia a los indeseables malhechores.
Aunque lo malhirieron en la refriega, ejercitó su espada con todos ellos.
Mató a cuatro y el quinto alcanzó milagrosamente sobrevivir unas horas para
contar el plan que traían.

Don Luis previno a los alcaides de Albanchez y Solera y los otros dos conjurados
fueron prendidos y ahorcados en las almenas de aquellos castillos.

Después de esa gloriosa hazaña, Don Luis sanó de sus heridas y vivió largos
años para servir a los Reyes Católicos.